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La Caída de los Imperios y el Ocaso de los Símbolos

La Caída de los Imperios y el Ocaso de los Símbolos

Foto: Johan Sebastian Gutiérrez Mosquera, Ibagué Tolima. columnista invitado cambioin.com

Por: Editor en Jefe - Publicado en diciembre 15, 2025

Por: Johan Sebastian Gutiérrez Mosquera, Ibagué Tolima. Columnista invitado cambioin.com

 

Advertencia: los comentarios escritos a continuación son responsabilidad única y exclusiva de su autor, y en nada compromete a este medio de comunicación digital.

 

Hay civilizaciones que se expanden sobre el territorio y otras que lo hacen sobre la vida y el tiempo. Egipto pertenecía a estas últimas. Mucho antes de que Europa aprendiera a narrarse como historia universal, el valle del río Nilo había organizado la agricultura, la matemática, la arquitectura y una cosmología en la que poder, saber y eternidad formaban una misma trama. Las pirámides no fueron solo obras de ingeniería, fueron declaraciones filosóficas talladas en piedra para la eternidad, una afirmación de continuidad frente a la muerte, el tiempo y el infinito.

 

Reducir Egipto a un simple antecedente del pensamiento occidental es una comodidad retrospectiva, propia del sesgo eurocéntrico. Fue una civilización que pensó el mundo desde su propio centro, sin la necesidad de legitimarse en un futuro ajeno.

 

Entre los siglos VI y IV antes de nuestra era, Grecia no solo recibió influencias del saber egipcio, la herencia babilónica y el desarrollo helénico. Este sincretismo, que combinó el "rapto" selectivo de elementos egipcios con aportes mesopotámicos y locales, permitió a Grecia apropiarse, renombrar y sistematizar ese conocimiento desde su propio centro, no desde el olvido total, sino desde una reelaboración crítica que lo hizo propio.

 

Roma, más tarde, realizó una operación distinta. Cuando conquistó Grecia en el siglo II a. C., fue conquistada por su pensamiento y lo transformó en derecho, administración y Estado. Cicerón comprendió mejor que nadie esa lógica, y pensó que el poder no consistía en crear ideas nuevas, sino en dotar a las existentes de sentido de forma institucional.

 

La llegada de Roma a Egipto en el año 30 a. C., tras la derrota de Marco Antonio y Cleopatra, selló algo más que una victoria militar, determinó el cierre del mundo antiguo y el inicio de una civilización que se gobernaría menos por el mito que por las instituciones.

 

Siglos después, Napoleón Bonaparte reencarnó ese impulso; Cruzó los Alpes con ejércitos, con símbolos, trasladando Roma a París mediante leyes, piedra y estética. El Arco de Triunfo de l'Étoile (inspirado en la arquitectura romana), el Obelisco de Luxor (egipcio, situado en la Plaza de la Concordia) y las monumentales avenidas imperiales, como los Campos Elíseos, no fueron sólo excesos decorativos, sino el intento deliberado de condensar milenios de civilización en una forma visible. París no se convirtió en capital de la modernidad por accidente; fue concebida para serlo.

 

Tal vez por eso, cuando el ejército alemán entró en París en 1940, la ciudad fue preservada. Hay lugares que no se destruyen sin destruir, al mismo tiempo, el sentido de la conquista. Incluso los regímenes del terror comprenden que ciertas formas simbólicas no admiten la aniquilación sin costo histórico. Como advirtió Hannah Arendt, el fascismo no fue una excepción, sino un síntoma: la muerte del juicio, del otro y del mundo común. Para el Tercer Reich, la preservación de París fue un acto de dominio simbólico y cultural. El monstruo de Adolf Hitler, al inspeccionar los monumentos, vio en ellos un modelo a emular y a superar. Su arquitecto, Albert Speer, registró la aspiración de la megalomanía nazi de esta manera «Hitler solía decir que la vista de la Ópera o del Arco de Triunfo le había proporcionado la inspiración final para la construcción de la capital del Reich, y que los edificios de Berlín tendrían que ser, por supuesto, mucho más grandes» (Speer, 1970, p. 200).

 

Hoy Europa ya no ocupa el centro del poder global, su memoria persiste y su estética, pero el eje se ha desplazado. El imperio contemporáneo se expresa desde hace décadas con acento norteamericano y opera a través de doctrinas militares y de seguridad, que conciben a China como su enemigo y a Europa como un indefenso aliado, América Latina como propiedad de Estados Unidos; su desenfrenada carrera por lograr la inteligencia general artificial los obliga a consolidar cadenas de suministro, control de datos y minerales estratégicos. Estados Unidos es eficaz, vasto y dominante, despiadado, es colonial y militarista, pero aparece cada vez más desvinculado de una narrativa simbólica incapaz de sostener su legitimidad.

 

China, entretanto, emerge no sólo como potencia económica y tecnológica, sino como una civilización de larga duración, apoyada en una continuidad histórica que Occidente ha aprendido a subestimar. Mientras China comprende y aplica modelos económicos y políticos que dialogan entre la técnica y el sentido, la velocidad y la memoria, el control y la cultura, se disputa el tiempo que viene.

 

Desde América Latina, esta discusión no es abstracta, nuestra historia ha estado marcada por imperios que llegaron con mapas, lenguas y símbolos ajenos, y por repúblicas que heredaron estructuras de dominación sin lograr producir sentidos propios auténticos y duraderos de identidad. El problema nunca ha sido solo la dependencia material, sino la fragilidad simbólica y el desarraigo cultural, instituciones que administran, pero no significan, estados que gestionan recursos, pero no narran una historia común.

 

La historia no enseña que los imperios caen por debilidad, sino por vaciamiento. Washington puede dominar sistemas; París aún recuerda cómo gobernar símbolos. América Latina, situada entre ambos registros, enfrenta un dilema decisivo, seguir orbitando poderes que ya no producen sentido o reconstruir una imaginación política capaz de sostenerse en el tiempo largamente. Porque cuando los imperios caen y los símbolos se apagan, lo que queda no son ruinas, sino silencio.

 

Referencia bibliográfica citada:

 

Speer, A. (1970). Inside the Third Reich. Macmillan.

 

El presente texto fue revisado para corrección tipográfica y ortográfica con el apoyo de un modelo de lenguaje de IA, La propiedad intelectual del texto y su contenido filosófico-histórico es exclusiva de su autor, Johan Sebastian Gutiérrez.

 

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