Foto: José Javier Capera, columnista invitado cambioin.com
Por: Editor en Jefe - Publicado en noviembre 27, 2025
Por: José Javier Capera, Profesor e Investigador. Columnista invitado cambioin.com
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En Colombia siempre hemos vivido con la sensación de que la política no avanza en línea recta, sino en círculos que regresan, una y otra vez, a los mismos nombres, las mismas heridas y los mismos miedos. La reciente condena contra Santiago Uribe confirma esa intuición colectiva: en nuestro país, el pasado es un animal que nunca termina de morir.
Álvaro Uribe, tras su absolución en el tan comentado proceso por manipulación de testigos, parecía recuperar oxígeno para las elecciones de 2026. Volvía a mover fichas, a bendecir precandidatos y a reunir viejos y nuevos aliados como si el tablero le perteneciera por derecho natural. Pero la sentencia contra su hermano cayó como un baldado de agua fría en pleno ascenso. No se trata simplemente de un golpe familiar: es un recordatorio incómodo de que el tema del paramilitarismo sigue siendo el punto ciego de cualquier narrativa que el expresidente quiera reconstruir.
Para quienes lo adversan, la condena contra Santiago Uribe es la confirmación de lo que siempre han señalado. Para sus seguidores, es otra pieza dentro de un supuesto rompecabezas de persecuciones judiciales. Pero más allá de las trincheras, lo que queda es la sensación de que el uribismo entra a la campaña arrastrando un lastre que ya no puede ocultarse detrás de un discurso de seguridad democrática.
En la otra esquina del cuadrilátero está Iván Cepeda, convertido —con razón o sin ella, según el lente desde el que se mire— en símbolo de la resistencia contra esa vieja estructura de poder. Su victoria judicial del mes pasado lo posicionó como referente de la izquierda y, ahora, la condena contra Santiago Uribe le ofrece un nuevo impulso político. Lo celebra como triunfo de la justicia, de las víctimas, de la memoria. Pero la pregunta inevitable es si esa narrativa logra conectar más allá de sus audiencias naturales, o si termina reforzando la polarización que nos mantiene atrapados desde hace años.
Lo curioso es que mientras Uribe y Cepeda se enfrentan como antagonistas de un drama que parece no tener final, otra figura se mueve en las sombras con la sutileza de quien entiende que en política el silencio también es una estrategia. Roy Barreras, maestro en el arte de sobrevivir y del reacomodarse, empieza a perfilarse como ese “candidato funcional” que muchas fuerzas quisieran tener a mano sin cargar con él públicamente. Barreras conoce tan bien los códigos del uribismo como los de sus críticos; ha sido aliado, adversario, bisagra, confidente y contrapeso. Es, en esencia, un político dispuesto a ocupar el lugar que el momento demande.
La pregunta incómoda, esa que muchos prefieren no formular, es si el uribismo —con su caudillo desgastado y su estructura interna fracturada— terminará encontrando en Roy Barreras un heredero no declarado, alguien que pueda captar votos por fuera de las banderas tradicionales mientras mantiene vasos comunicantes con la matriz original. No sería la primera vez que en Colombia un proyecto político se prolonga a través de un “no-uribista útil”.
La condena contra Santiago Uribe abre una grieta difícil de cerrar para el expresidente, pero también pone a la política colombiana a mirarse en el espejo. ¿Qué tanto hemos cambiado? ¿Qué tanto seguimos orbitando alrededor de los mismos símbolos y confrontaciones? ¿Y qué papel jugarán los actores que se mueven entre bambalinas mientras la opinión pública sigue en la pelea de siempre?
La campaña apenas comienza y el panorama ya está enmarañado. Cepeda capitaliza un triunfo judicial, Uribe intenta recomponer su narrativa, y Barreras espera —como quien sabe leer los tiempos— a que el péndulo se mueva en la dirección adecuada.
Lo demás está por verse. Y en Colombia, “lo que está por verse” suele ser más determinante que lo que ya se vio.
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