Foto: José Javier Capera, columnista invitado cambioin.com
Por: Editor en Jefe - Publicado en noviembre 06, 2025
Por: José Javier Capera, Profesor e Investigador. Columnista invitado cambioin.com
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El ideal de los gobiernos contemporáneos —aquellos que proclaman la democracia como el “mejor” de los sistemas posibles— debería ser la garantía plena de las libertades humanas: el ejercicio efectivo de derechos, deberes y prácticas culturales que permitan a los pueblos construir dignamente su historia.
Sin embargo, la realidad del siglo XXI contradice ese ideal. Vivimos en lo que el maestro Roger Bartra denomina una “crisis civilizatoria”, donde el colapso ético, político y económico revela el fracaso de la modernidad. La explotación laboral, la mercantilización del conocimiento, el deterioro de los valores, la pérdida del sentido colectivo y la violencia estructural se han vuelto signos de época. En Colombia —como en buena parte de América Latina— lo público ha sido capturado por la lógica del mercado, y lo académico ha sido reducido a un instrumento de sobrevivencia burocrática.
Si algo caracteriza a la llamada modernidad periférica es la postergación constante del cambio. Y pocas instituciones encarnan mejor esa paradoja que la Universidad del Tolima (UT), un proyecto que nació con vocación pública, emancipadora y regional, pero que hoy atraviesa una crisis que trasciende lo administrativo y toca la médula de su sentido social.
La UT, en lugar de ser una comunidad académica abierta al pensamiento crítico, parece haberse convertido en un espacio de reproducción política y burocrática, donde las cuotas, los favores y las roscas pesan más que la excelencia o la ética. Así lo evidencian las denuncias recientes: inestabilidad institucional, conflictos de gobernabilidad, paros estudiantiles, silencio frente a la violencia de género y una estructura administrativa desgastada que obstaculiza la transformación educativa.
Las fuentes recientes confirman lo que hace una década era ya visible:
La UT padece una crisis de gobernabilidad que ha desembocado en protestas, asambleas y parálisis académica.
Existen denuncias por violencias basadas en género que han obligado a la institución a declarar estados de emergencia.
La ineficacia administrativa y la precarización del profesorado han debilitado su proyecto educativo.
Los procesos de contratación y representación estudiantil siguen marcados por la cooptación política y el clientelismo.
Todo esto ha convertido a la UT en un espejo de las contradicciones del país: una universidad atrapada entre su papel transformador y las lógicas de poder que la colonizan desde adentro.
Resulta especialmente doloroso constatar que muchos de los antiguos “líderes estudiantiles”, aquellos que en otro tiempo denunciaban la corrupción y defendían lo público, hoy hacen parte de la misma maquinaria que criticaban. La cooptación, el conformismo y el pragmatismo partidista han sustituido la rebeldía crítica.
La izquierda universitaria, antaño horizonte ético, se ha diluido en una izquierda funcional al sistema, legitimadora de los privilegios y de una cultura de mediocridad que confunde estabilidad con complicidad. Este fenómeno no es exclusivo de la UT, pero allí se observa con claridad quirúrgica: discursos progresistas que encubren prácticas conservadoras.
En la UT, como en buena parte del sistema público colombiano, el conocimiento se ha vuelto rehén de la administración, y la academia, una víctima del cálculo político. El resultado es una comunidad cansada, dividida, donde el talento se fuga y el pensamiento crítico se ahoga en la rutina del trámite.
Hablar de “postergación” no es solo referirse al atraso presupuestal o a la precariedad laboral; es hablar del aplazamiento sistemático de la esperanza. La universidad —que debería ser el lugar de la utopía y la imaginación— se ha transformado en un espacio de supervivencia, donde lo urgente devora lo importante.
No todo está perdido. Todavía hay docentes, investigadores y estudiantes que resisten desde el aula, desde la investigación, desde la palabra. Pero para que esa resistencia florezca, se necesita algo más que reformas cosméticas o discursos bienintencionados: se requiere una refundación ética e institucional de la Universidad del Tolima, basada en la transparencia, la justicia y el reconocimiento de la diversidad.
La UT debe volver a ser lo que alguna vez soñó: un faro del pensamiento libre, crítica y liberador, un laboratorio de democracia real en el corazón del país. Mientras eso no ocurra, seguirá siendo —tristemente— la universidad de la postergación y el cementerio lleno de cavernas mentales.
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