Foto: Miguel Alfredo Casas Silva, abogado, Columnista cambioin.com
Por: Editor en Jefe - Publicado en agosto 25, 2025
Por: Miguel Alfredo Casas Silva, abogado especializado en gobernanza territorial, con experiencia en cooperación internacional y en la implementación de políticas públicas para la paz en Colombia. Columnista cambioin.com
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En los últimos días, medios de comunicación y líderes de opinión han repetido hasta el cansancio que Colombia “regresó treinta años al pasado” tras los atentados terroristas recientes, incluido el ataque contra Miguel Uribe. En redes sociales, incluso dirigentes políticos—en el país y en el exterior— han señalado directa o indirectamente al gobierno de Gustavo Petro, como responsable de estos hechos. Sin embargo, ese diagnóstico, además de injusto, resulta simplista y oportunista: la violencia terrorista no apareció con este gobierno, viene marcando el pulso de nuestra historia reciente, también durante la administración anterior.
Basta recordar algunos episodios para desmontar esa narrativa del “retorno súbito al pasado”. En enero de 2019, bajo el gobierno de Iván Duque, un carrobomba del ELN explotó en la Escuela General Santander en Bogotá, dejando 22 cadetes muertos y más de 60 heridos: uno de los atentados más graves de las últimas décadas en la capital. Meses después, en noviembre de 2019, disidencias de las FARC atacaron la estación de Policía de Santander de Quilichao, en Cauca, con saldo de tres uniformados muertos. En marzo de 2021, un carrobomba destruyó parte de la Alcaldía de Corinto y dejó más de 40 heridos, entre funcionarios y civiles. Y apenas tres meses después, en junio de 2021, un carro cargado de explosivos ingresó a la Brigada 30 en Cúcuta, hiriendo a 36 personas, mientras que días más tarde el helicóptero en el que viajaba el presidente Duque fue impactado por ráfagas de fusil en la misma ciudad. Estos hechos, graves y reiterados, demuestran que la violencia urbana de alto impacto no es exclusiva de la actual administración.
La verdad incómoda es que tanto Duque como Petro fueron incapaces de implementar de manera seria y coherente el Acuerdo de Paz de 2016. El primero orientó sus acciones a deslegitimarlo, destinando recursos en nombre de la implementación hacia fines clientelistas en regiones dominadas por élites políticas tradicionales, sin que eso significara un alivio para los territorios más golpeados por la guerra. Petro, en cambio, ha sostenido un discurso favorable, pero se ha quedado en la retórica: la “paz total” acumula fracasos y apenas avances parciales, como en la región de Abades, en Nariño, mientras en el resto del país la violencia se recrudece. Informes de la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo y fundaciones como la FIP coinciden en señalar que la implementación avanza a paso lento y desigual. La consecuencia es clara: la oportunidad histórica de evitar el retorno de estas violencias fue desperdiciada por egos y odios políticos. Hoy seguimos pagando el precio de esa mezquindad.
Las críticas no son aisladas ni nuevas: desde los territorios más golpeados por la guerra se advierte lo mismo. Lideresas del Chocó han señalado que la violencia se recrudece porque el Estado incumplió con lo pactado; Human Rights Watch ha documentado cómo los grupos armados expandieron su control en ausencia de la acción estatal; y los propios negociadores de La Habana reclaman que las garantías políticas previstas en el Acuerdo se dejaron de lado. Todo lo que hoy padecemos no es un accidente repentino ni una novedad exclusiva del gobierno actual: es la consecuencia directa de no haber tenido el coraje político de implementar de manera integral el Acuerdo de Paz de 2016.
En un artículo publicado en la revista Semana el pasado 16 de agosto de 2025, el excomisionado para la paz, Sergio Jaramillo, calificó la política de “paz total” del presidente Gustavo Petro como una estrategia condenada a “terminar en llanto”. Jaramillo no se limitó a cuestionar al actual mandatario: también criticó con dureza a Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Cepeda, señalando la ausencia de una visión coherente y sostenida en torno a la implementación del acuerdo de 2016. En su análisis, subrayó que el Estado falló en ofrecer garantías básicas de seguridad, dejando “solo” a Miguel Uribe Turbay frente a un atentado de enorme gravedad política. Más allá del señalamiento puntual, la advertencia de Jaramillo es clara: sin compromiso real y transversal con la paz, Colombia seguirá atrapada en un ciclo de violencia y desprotección que ninguna bandera partidista puede ocultar.
La violencia política no es una franquicia inédita de Petro: es un lastre oscuro y persistente que arrastramos como país. La mezquindad política —como lo muestra la propuesta de referendo promovida por un comité de abogados Puppy de Bogotá para derogar lo pactado— sigue demoliendo lo poco que se ha avanzado hacia la paz. Esta ofensiva regresiva no solo arriesga el legado de un Acuerdo hecho con dolor y esperanza, sino que amenaza con enterrar la posibilidad de reconciliación, justicia y transformación que el país tanto anhela.
Aun así, no todo está perdido. El Acuerdo de Paz de 2016 sigue siendo la herramienta más completa y legítima que Colombia ha construido para transformar las causas estructurales del conflicto. A pesar de los retrasos y las mezquindades políticas, el camino más seguro para desactivar la violencia no es retroceder ni improvisar, sino cumplir lo pactado. El contexto actual es crudo, pero precisamente por eso la implementación integral del Acuerdo —en tierras, en sustitución de economías ilegales, en garantías de seguridad y en participación política— se mantiene como la única oportunidad real de ofrecerle a las nuevas generaciones un país distinto al que la violencia nos ha impuesto por décadas. Todavía es posible que Colombia se transforme; la decisión está en nuestras manos.
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