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El eco engaño del cambio

Foto: José Javier Capera, columnista invitado cambioin.com

Por: Editor en Jefe - Publicado en noviembre 23, 2025

Por: José Javier Capera, Profesor e Investigador. Columnista invitado cambioin.com

 

Advertencia: los comentarios escritos a continuación son responsabilidad única y exclusiva de su autor, y en nada compromete a este medio de comunicación digital.

 

Mientras el gobierno de Gustavo Petro enfrentaba una tormenta política perfecta marcada por investigaciones familiares y su reciente inclusión en la Lista Clinton (OFAC) del Departamento del Tesoro de EE. UU., lo que elevaba el riesgo reputacional ante organismos internacionales, la Casa de Nariño encontró un salvavidas inesperado y reluciente. El anuncio de la llegada masiva de vínculos de gama media Tesla a Colombia no fue solo un acuerdo comercial; fue presentado como la validación definitiva del "potencial colombiano" y un abrazo estratégico con Elon Musk para acelerar la transición energética. Sin embargo, bajo el brillo del marketing gubernamental que celebra la entrada del Model 3 y el Model Y como "hitos de la modernidad", se esconde una realidad termodinámica y geopolítica mucho más oscura. Lo que el gobierno celebra como progreso es, en realidad, una capitulación ante una maquinaria de extracción neocolonial que devora agua, datos y soberanía. La paradoja es cruel.

 

Tesla no llega a Colombia para competir en un mercado automotriz real. Ese terreno ya lo domina la china BYD, que controla el 55% del sector con precios accesibles para la clase media local. Los vehículos de Musk, con costos superiores a los 100 millones de pesos, son inalcanzables para la mayoría. Tesla no busca compradores; busca territorios. La oferta de BYD, aunque más barata, se enfoca en la venta de hardware, mientras la corporación estadounidense busca asegurar una nueva frontera para su verdadera misión extractiva, que es el control de la información. Su llegada es un lavado de cara mutuo: el gobierno de Petro compra legitimidad internacional y una distracción mediática.

El discurso oficial omite deliberadamente la "aritmética del desastre". Se nos vende una ética planetaria mientras se oculta que la fabricación de uno solo de estos vehículos puede generar una huella de carbono inicial hasta cinco veces mayor que la de un auto convencional, de acuerdo con análisis recientes sobre el ciclo de vida del litio. La batería "limpia" que el presidente aplaude se alimenta de la devastación: exige la evaporación de miles de litros de agua en los salares sudamericanos y el cobalto extraído, a menudo por manos infantiles, en el Congo. Este modelo perpetúa la dependencia de la economía global en la exportación de nuestros recursos naturales críticos, simplemente reemplazando el petróleo por litio y cobre. La promesa de la "transición justa" se convierte en una simple rotación de la materia prima a ser sacrificada. La cadena de suministro de Tesla es una herida abierta en el Sur Global, una que ahora se extiende oficialmente a los Andes.

 

A esto se suma la estafa de la infraestructura. Nos venden el futuro en un país que apenas cuenta con poco más de 200 estaciones de carga para 50 millones de habitantes. Para que este sistema sea mínimamente funcional, Colombia necesitaría acercarse a los 40.000 puntos de carga, una meta que representa un hueco fiscal de casi 400 millones de dólares. Este déficit no es solo un problema de comodidad para el conductor de élite; es una amenaza a la estabilidad de la red nacional. La demanda de carga rápida podría desestabilizar los sistemas de distribución locales en horas pico. Al importar la flota robótica sin tener la red, se crea una escasez artificial diseñada para justificar la privatización energética. Se desmantela la soberanía pública para venderle el enchufe a un usuario cautivo. El país está siendo forzado a subsidiar, con su futura capacidad energética, un lujo importado que solo beneficia a un puñado de consumidores y a la corporación tecnológica extranjera.

Pero el peligro más sutil e invisible no está en el litio, sino en los datos. En la era del Big Tech, un Tesla no es un coche; es un nodo de inteligencia artificial sobre ruedas. Mientras nos preocupamos por el tubo de escape, ignoramos el "abismo térmico" de la digitalización.

 

La infraestructura necesaria para procesar los datos de conducción autónoma —donde los chips operan a densidades térmicas de 100 kilovatios por rack— consume energía con una voracidad que rivaliza con ciudades enteras. Estamos cocinando el planeta no solo con CO2, sino con el calor residual del procesamiento de datos necesario para mantener esta fantasía de automatización. Cada kilómetro recorrido es una contribución no remunerada al entrenamiento de modelos de IA que luego se usarán para monetizar servicios globales. Al conducir estos vehículos bajo una atmósfera saturada por satélites de Starlink, los colombianos no serán dueños de su movilidad. Serán trabajadores no remunerados generando terabytes de información para entrenar algoritmos extranjeros.

El gobierno del "cambio" no ha construido los diques soberanos para contener este tsunami tecno-extractivista. La improvisación es evidente en la ausencia de una ley de protección de datos neuronales o un marco regulatorio desde el Ministerio de las TIC que impida que la información de conducción sea succionada hacia servidores en Texas o California. La improvisación administrativa es alarmante. Pretendemos liderar una "salvación mundial" desde un país que carece de satélites propios para vigilar su territorio. El costo real de esta transacción no está en el precio de los vehículos, sino en la pérdida de la capacidad estatal para diseñar su propio futuro energético y digital. Colombia no se ha modernizado; ha aceptado su rol histórico de mina y despensa, añadiendo ahora las funciones de batería y disco duro externo. Las palabras del presidente Petro sobre convertir a Colombia en una "Potencia Mundial de la Vida" se desmoronan ante la evidencia. Hemos abierto la puerta al vampiro sin comprar el ajo. Lo que se firmó no es libertad ni transición justa; es la vieja sumisión colonial, ahora pintada de verde, conectada a internet y gestionada por inteligencia artificial.

Sebastián Gutiérrez Mosquera

 

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